—Todo. ¿Es que no has oído, padre, lo que
dice la canción?
—No sé a que te refieres.
—Pues esa que dice… “Si tu no has visto a Triana, apretujarse en Pureza la mañana que
regresa… a su barrio… a descansar…”
—Vive Dios que razón lo le falta al que
acertó con la estrofa.
Y cogí a mi padre de la mano. Había que
entrar en la calle larga de Triana, sí… o sí. Serpenteamos entre la bulla. ¿Qué
por ahí no se cabía? Bien valía la pena un rodeo. A veces un pisotón, otras la
mirada hostil del que habías empujado sin querer porque alguien te hiciera trastabillar.
Por fin, largos minutos después, ya estábamos a medio camino entre la esquina
de Santa Ana y la Capilla de los Marineros, y en eso un grito desde lo alto…
—¡Boro…! ¡Boro…!
¿Era a mí? —me pregunté— Miré a la
izquierda, después a la derecha. Subí la mirada hacia los balcones de ambos
lados de la calle. Nada al principio y enseguida vuelta a observar. A un lado y
al otro solo veía barrotes y barandas engalanadas de tules granates con cenefas
doradas. Al fin, cuando ya comenzaba a desistir y volvía a coger con fuerza la
mano de papá…
—¡Boro…! ¡Aquí… ¡ ¡…A tu izquierda!
Y lo vi. Era… Era… no sé quién era. Recuerdo
y solo sé, que me miraba mientras escuchaba sus gritos que se hacían sentir
entre el bullicio y a los que acompañaba con un agitar de la mano que me indicaba
que esperara que ya alguien bajaba para acompañarme a su balcón. Y al momento, en
breves instantes, como quien no quiere la cosa, ahí estábamos papá y yo, a tres
metros del suelo, muy cerca de nuestra Esperanza que ya comenzaba su revirá desde
Santa Ana y enfilaba Pureza. La veía. Y tanto que la veía. Pero antes de
concentrarme en Ella, giré la mirada. Papá también tenía los ojos puestos en ese
lento transitar del palio que caminaba a golpe de costaleros prestos en una garbosa
mecida.
Y al rato, teniéndola cerca, se me escapó
un lamento… Lo malo de un balcón, Madre mía, es que no te puedo mirar a los
ojos. Lo malo de un balcón es que tus cinco lágrimas se me pierden entre el ir
y venir de las bambalinas de tu palio. Lo malo de un balcón es que no puedo ver
tu cara guapa. Pero desde aquí…
Permíteme estas palabras en un rezo.
Te digo que por un minuto tuyo, muero
Te digo que ahora se pare el tiempo.
Te digo, que te miro y tiemblo.
y que a tu vera mañana me hagas hueco.
Te digo que en mi alma prendida te llevo
y que más que a nadie envidio a tu
costalero
porque en cada levantá te levanta al
cielo.
Te digo Esperanza mía, ahora que te
contemplo,
que me esperes que a ti ya prontito llego.
Te digo que aquí, en tu barrio, en tu
pueblo,
desde un balcón de este arrabal trianero
Esperanza, Madre mía, no sabes cuánto te quiero.
Miré a mi alrededor tras la oración
cantada. Por un instante me pareció que en aquel balcón de la calle Pureza no
había nadie. Tan sólo escuché que la palillera de la banda dio paso al
estruendo del tambor y la música arreció tras el golpe de martillo. La
Esperanza ya se me iba perdiendo lentamente calle abajo. La Capilla de los
Marineros, puertas abiertas, la abrazaría a poco tiempo que pasase.
—¿Nos vamos papá? —Pregunté.
Nadie me respondió. Extrañado volví a
mirar alrededor mío. Papá no estaba. Nadie estaba. Mis ojos se fueron hacia el
gentío y me pareció, eso sí, verlo atrás el paso cerca del manto de la Virgen. El
palio, al poco, volvió a arriarse de nuevo y en eso que girando su mirada se
cruzó con la mía. Me dijo adiós levantado el brazo acompañando con él una suave
sonrisa. Le dejé marchar ¿Dónde mejor iba a estar que en ese balcón que entre
varales Dios un día le construyera?
Y poco a poco se fue diluyendo el gentío
que hacía bien poco a la Esperanza arropara. Miré al cielo que envolvía Triana
entre nubes de algodón
—Papá, —pregunté entre silencios— ¿Me
acompañarás al año que viene en este balcón trianero?
Pestañeó. Supe que sí.
© BoroTriana para La Cera Fundida en la
madrugada de un domingo 28 de abril de 2013 a poco ya de las Glorias.