“Prometedme una cosa… Dejad conmigo el
billete… Esto es soledad… y duele”.
Mi mamá era de la Virgen Macarena. Mi
papá de la Esperanza de Triana y del Cachorro. Esas son las cosas que hacen de
Sevilla la ciudad que más amo y esos sentimientos compartidos son lo que hacen
de la Semana Santa los días más felices de mi vida. A mi papá lo recuerdo subiéndome a hombros esperando al Dios que expira y muere mirando al cielo allí
donde el Puente de Triana se entrega a Sevilla una tarde de viernes santo. A mi
mamá, a ella, la veo entre penumbras sosteniéndome en sus brazos allí, en la Resolana,
cerquita del arco, esperando impaciente que Ella venga cara a ella. Y porque
cara a ella venía, también cara a mí lo iba haciendo entre sones macarenos.
Pero ahora ya han pasado los años. Ahora
ni en los hombros de mi papá descargo el peso de mi infancia, ni los brazos de
mi mamá sostienen la ilusión de ver acercarse a esos señores de plumas blancas
en la cabeza, romanos armaos de lanza o de corneta o de tambor, preludio ya de
la gloria de una noche de jueves santo que se consume sin querer hacia los albores
de un viernes, santo también.
Ahora, en lo que os cuento, sucedió en un
día mío y de mi mamá cuando su edad ya medraba el adiós, y yo volvía a Sevilla
porque siempre vuelvo a Sevilla. Era cuando su mirada se perdía en el infinito
y yo volvía a Sevilla. Era cuando su mano agarrotada envolvía una bola de trapo
que la hacía mantener presta y yo volvía a Sevilla. Era cuando sus pies se
negaban a caminar aunque su corazón sentía y yo volvía a Sevilla. Y en ese día,
conteniendo emociones, le pregunté:
—
Mamá. ¿Qué quieres que te
traiga de Sevilla?
No lo dudó un instante. Su voz, hilillo
de fuerza consumida, brotó en un instante breve:
—
Una medallita de La Macarena
—contestó balbuceando letras, que todas juntas, yo casi no acertaba a
comprender.
—
Te lo prometo mamá —le dije entrecortadamente
mientras la besaba.
Y a los días allí estaba Sevilla. Y a los
días, allí, preciosa, La Macarena. ¿Sonreía? No sabría decirte. ¿Estaba triste?
Depende de cómo la mirara. Entré a su Casa, esa que llaman Basílica aunque dicho
así se me hace grande y yo la quiero más cerca. Me senté en el primer banco…
Macarena… Era Ella, la Reina de mi mamá. Lucía blanco puntilla en el pecherín,
brillante su corona y quietas, muy quietas las esmeraldas que a son de
costalero tan graciosamente bambolean en cada Madrugá a son de un compás. Y pensé…
Muy alta te tienen Macarena. Ya sé que será porque has de mirarlos a todos,
aunque en este instante yo solo te quiera para ella.
Macarena… Mamá quiere que le lleve una
medalla tuya… Ya ves, como si tantas no tuviera guardadas de esas veces sucedidas
cuando ella misma era la que se sentaba aquí para rezarte. Pero ¿sabes Macarena?
Esta la quiere para que prendidita en su mano se la lleve con ella al cielo. Por
eso Macarena… solo una cosa te pido… hazle un hueco muy cerquita tuya. Ya sé
Macarena, ya sé…
Ya
sé que hay mucho sevillano
que
ese trocito quiere,
pero…
es tan grande tu manto
que…
¿no tendrás
para ella un pliegue?
Y enjuagándome las lágrimas salí de la
Capilla, y en un pequeño mostrador, entonces a la izquierda, compré la medalla
que mi mamá apretó entre sus dedos durante algunos días, esos que
transcurrieron antes de decirnos adiós y besar por fin la mejilla de su
Esperanza. Su Esperanza Macarena.
Por eso le digo ahora lo que al principio
le dije…
…Madre
de corazón macareno,
a
ti que un día cogiste el billete,
para
ver desde el balcón del cielo
lo
que en La Madrugá acontece.
Es
Sevilla, Sentencia, Macarena,
romanos
armaos que la anteceden.
Mientras,
mi mano, una medalla aprieta
igualita
es como la de tu cuello prende.
Mamá,
cariño, ahora, cuán cerquita la tienes.


© Mayo 2013. BoroTriana para La Cera Fundida
una noche, muy lejos, y pensando en ella en la fe de un CAMINO ROCIERO.
@LaCeraFundida